miércoles, 3 de enero de 2007

Estamos en paz (Cuento)

Armando Meixueiro Hernández

Los ojos aparecieron muy pequeños cuando se quitó los lentes para limpiarlos. Frente al grupo de tercero de secundaria el profesor estaba impartiendo la clase de Español. ¿Quién lo hubiera imaginado? Si esos ojos enormes y los surcos en su rostro habían sido el motivo de su apodo. Al menos eso argumentaba Rodríguez, enterado de ese origen porque se lo habían contado sus hermanos mayores.

El Sapo volvió a su estado natural con los anteojos puestos y escogió a Muñoz para que recitara el poema del mes. El estudiante subió a la tarima. Extendió las manos en ridículo gesto de oratoria y con el rostro ceñido impostó la voz:

Muy cerca de mi ocaso,
Yo te bendigo, vida
Porque nunca me diste
Ni esperanza fallida
Ni trabajos injustos,
Ni pena inmerecida…

La fama del Sapo era legendaria. Había trascendido por varias generaciones. Decían que había preparado muy bien a un puñado de alumnos en oratoria y declamación logrando que se colgaran sendos galardones a nivel delegacional y estatal. Monterde, uno de sus discípulos más exitosos, aseguraba que el secreto del maestro de Español radicaba en su amor por las letras. Y era cierto: en cuanto empezaba a leer un texto literario, su voz y su expresión se transformaban, pero cuando recitaba aquello de “El varón que tiene corazón de lis, alma de querube, lengua celestial…”, el Sapo parecía transportarse directamente a los cielos.

Muñoz se esmeraba en la recitación:

Porque veo al final de mi rudo camino
Que yo fui el arquitecto de mi propio destino,
que si extraje la hiel o la miel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel, o mieles sabrosas.
Cuando planté rosales, coseché siempre rosas…

En cambio, para la mayoría de sus estudiantes, la materia de Español no era más que una aburrida clase en la que cada mes tenían que memorizar un poema, hacer cinco páginas de copias y dar una “charla” sobre algún tema.

Era imposible que el Sapo pudiera escuchar a todo el grupo, por lo que se apoyaba en aquellos alumnos aplicados como Envila, González, Elizondo o Muñoz; y designándolos como “monitores” hacía que se encargaran de escuchar al resto de los compañeros. Como es obvio, la mayoría de los alumnos esperaban el fin de mes, para abalanzarse con alguno de los monitores y dejar en sus manos, fraternas o untadas, la calificación de la materia de Español.

A pesar de la inconsciencia estudiantil, al Sapo le gustaba leer poesía en clase, por lo que había consumido muchas tardes en la selección de fragmentos de poemas accesibles para los adolescentes. Él afirmaba que su vista se había acabado gracias a la cantidad de trabajos escolares que calificaba año con año.

Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno
Mas tu no me dijiste que mayo fuese eterno.
Hallé sin duda largas las noches de mis penas…

La voz aguda de Muñoz resonaba, in crescendo, en las paredes altas y antiguas del aula escolar, mientras cuarenta y cinco muchachos se debatían entre la atención obligada y la insubordinación instintiva. Monroy, uno de los alumnos más indisciplinados, jugaba con una pluma que utilizaba, a modo de cerbatana, para fastidiar a De la Concha; y Poblano, desde la banca trasera y por debajo del pupitre, le enterraba una regla en los glúteos al evocador de la apatía.

Al mismo tiempo, el deslumbrante declamador, que con sencillas gesticulaciones hacía un homenaje al poeta Amado Nervo, era escuchado atentamente por el Sapo.

Mas no me prometiste tan sólo noches buenas,
Y en cambio tuve algunas santamente serenas…

--¡Aaaauuuch!

Un grito desgarrador y un golpe de rodillas en la banca interrumpieron los sensibles versos que reverberaban en la mente extasiada del Sapo, quién clavando la mirada en De la Concha, con eso grandes ojos que triplicaban las lupas de sus lentes, exclamó:

--¡¡¿Pero, qué está pasando?!! ¡¡¿Qué le sucede señor De la Concha?!!

--Es que algo me picó atrás… –respondió el afectado, con la extraña complicidad que distingue a los adolescentes.

--¡¿Cómo que algo le picó atrás?! A ver Poblano, ¿qué le estaba haciendo a su compañero?

El alumno inculpado, le contestó poniendo cara de ingenuidad:

--Nada profesor, yo no hice nada. –y levantó las manos mostrando las palmas vacías, mientras la evidencia se escondía entre sus piernas.

--Bueno, señor De la Concha, siendo así, lo invito a salir de la clase para que revise en el baño sus molestias.

--¡Pero profesor, yo no hice nada!
--Por favor, retírese de la clase.

--¡Que yo no hice nada, profesor! –arremetió el acusado, dispersando una mirada de odio en Poblano y Monroy. Luego levantó su gordura de la banca y poniéndose frente al rostro arrugado del maestro, repitió beligerante:

--Que yo no hice nada… No me voy a salir de clase. –y bufó exhibiendo los puños de sus manos.

El Sapo atónito y con la cara totalmente enrojecida, dio un paso hacia atrás, se atrincheró detrás del escritorio y ordenó:

--¡Caballero, Bravo y Elizondo saquen a este mentecato!

Tres alumnos altos y fornidos se levantaron con rapidez. Tomaron por los hombros a De la Concha y lo retiraron sin muchos aspavientos.

Un silencio sepulcral invadió el aula. El Sapo se advertía enfurecido y perplejo. Sacó su pañuelo nuevamente, para limpiar los cristales empañados de sus lentes cuando, de esos ojos tan pequeños, se escapó una mirada triste, cansada y llena de una nostalgia impenetrable…

Muñoz, angustiado por el silencio y parado al frente del salón, sólo acertó a pronunciar:

¡Amé, fui amado, el sol acarició mi faz!¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

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